Aquel jardín ya no era
un jardín, era una espesura colosal, es decir, algo impenetrable
como una selva, poblada como una ciudad, temblorosa como un nido,
oscura como una catedral, olorosa como un ramillete, solitaria como
una tumba, viva como una multitud.
El floreal, esa enorme
mata, libre detrás de su verja y de sus cuatro muros, entraba en
celo en el sordo trabajo de la germinación universal, se estremecía
al sol naciente casi como una bestia que aspira los efluvios del amor
cósmico, y que siente la savia de abril subir y burbujear en sus
venas, y sacudiendo el viento su prodigiosa cabellera verde, sembrada
sobre la tierra húmeda, sobre las estatuas borradas, sobre la
desplomada escalinata del pabellón, y hasta el empedrado de la calle
desierta, las flores en estrellas, el rocío en perlas, la
fecundidad, la belleza, la vida, la alegría, los perfumes.
A
mediodía, mil mariposas blancas se refugiaban allí, y era un
espectáculo divino ver arremolinarse en copos, en la sombra, aquella
nieve viva de verano. Allí, en aquellas alegres tinieblas de verdor,
una multitud de voces inocentes hablaba dulcemente al alma, y lo que
los susurros habían olvidado decir, los zumbidos lo completaban.
De "Los Miserables" de Victor Hugo
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