Este jardín, abandonado
a sí mismo desde hacía más de medio siglo, se había convertido en
algo extraordinario y encantador. Los paseantes de hace 40 años se
detenían en aquella calle para contemplarlo, sin sospechar los
secretos que se ocultaban tras sus frescas y verdes espesuras.
En aquella época, más de un soñador dejó muchas veces penetrar sus ojos y su pensamiento indiscretamente a través de los barrotes de la antigua verja encadenada, unida a dos pilares verdaderos y musgosos, coronada extrañamente con un frontis de arabescos indescifrables.
En aquella época, más de un soñador dejó muchas veces penetrar sus ojos y su pensamiento indiscretamente a través de los barrotes de la antigua verja encadenada, unida a dos pilares verdaderos y musgosos, coronada extrañamente con un frontis de arabescos indescifrables.
Había un banco de piedra
en un rincón, una o dos estatuas enmohecidas, y algunos enrejados
desprendidos sobre el muro; por lo demás, no quedaban paseos ni
césped, había grama por todas partes.
La jardinería le había abandonado, y la naturaleza había regresado.
La jardinería le había abandonado, y la naturaleza había regresado.
Abundaban las malas
hierbas, aventura admirable para un pobre rincón de tierra.
La fiesta de los girasoles era espléndida. Nada en aquel jardín contrariaba el esfuerzo sagrado de las cosas hacia la vida; el crecimiento venerable se encontraba en su casa.
Los árboles se habían inclinado hacia los espinos, y los espinos habían trepado por los árboles, la planta había trepado, la rama se había doblado, lo que se arrastra por el suelo había ido a encontrar lo que se abre en el aire, lo que flota al viento se había inclinado hacia lo que crece entre el musgo; troncos, ramas, hojas, fibras, matas, sarmientos y espinas se habían mezclado, atravesado, unido, confundido; la vegetación, en un abrazo estrecho y profundo, había celebrado y cumplido allí, bajo la satisfecha mirada del Creador, en este cercado, el santo misterio de la fraternidad humana.
La fiesta de los girasoles era espléndida. Nada en aquel jardín contrariaba el esfuerzo sagrado de las cosas hacia la vida; el crecimiento venerable se encontraba en su casa.
Los árboles se habían inclinado hacia los espinos, y los espinos habían trepado por los árboles, la planta había trepado, la rama se había doblado, lo que se arrastra por el suelo había ido a encontrar lo que se abre en el aire, lo que flota al viento se había inclinado hacia lo que crece entre el musgo; troncos, ramas, hojas, fibras, matas, sarmientos y espinas se habían mezclado, atravesado, unido, confundido; la vegetación, en un abrazo estrecho y profundo, había celebrado y cumplido allí, bajo la satisfecha mirada del Creador, en este cercado, el santo misterio de la fraternidad humana.
De "Los Miserables" de Victor Hugo
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