Los
espacios ajardinados tienen una enorme influencia en nuestra vida.
Es
curioso comprobar como aumenta el número de ciudades que se suben a la moda de decorar calles, paseos, andadores y plazas con
elementos naturales.
La
ciudad pura y dura intenta dulcificar su carácter acercando el verde
de la naturaleza al núcleo urbano.
Incluso
cuando puntos tan importantes como espacio, accesibilidad, entorno,
funcionalidad impiden su establecimiento.
Las
ciudades eran trazadas con un único objetivo: la suma de edificios,
sin espacios verdes para el ocio y el esparcimiento.
Ideas
trasnochadas que ponen de relieve la necesidad de edificar con cabeza
y con las ventanas abiertas hacia la renovación de los espacios.
Hay
pocas cosas que mejoren la estructura y belleza de una ciudad, como
las zonas ajardinadas.
Los
edificios se comunican con sus vecinos naturales y el hombre disfruta
de un entorno más relajado y benévolo.
El
pavimento, hormigón, la piedra y las gravas, trazan sencillas
variaciones como cambios de nivel, cambios de posicionamientos y algo
muy importante, esos materiales pierden el calificativo de duros cuando se fusionan con las texturas vegetales.
Las
pequeñas praderas de césped producen una gran sensación de paz y
calma.
La
maravillosa variedad, textura y frangancia de las plantas aromáticas
impregnan el entorno de una refrescante armonía.
Los
árboles y arbustos aportan color, magnitud, contraste y sombra y su
elección y emplazamiento depende tanto del clima como del tipo de
suelo de la zona.
Las
coníferas como los pinos, los abetos o los cedros se adaptan a las
formas arquitectónicas de las ciudades y se introducen especies como
magnolios o acacias, con flores muy llamativas y frangantes.
El
cultivo y aplicaciones de planta de flor como begonias, vincas,
pensamientos, son las encargadas de aportar color a cualquier rincón.
Y
la introducción del agua en forma de fuentes, cascadas o riachuelos
crean auténticos escenarios de vida, reflejo de luz, emisor de
sonido y transmisor de una sosegada paz.
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